Cuando en este país se etiqueta a las personas de derechas, de izquierdas, de liberales o conservadores, no deja de ser más que una práctica ociosa. Tal pareciera que la gente en México no sabe lo que es una ideología definida.
Producto de la ignorancia, o de la endeblez de los valores, consecuencia de la eterna búsqueda de la identidad mexicana, que va más allá de una racionalidad motivada, aquí encontramos izquierdosos que son víctimas (o fans) del consumismo neoliberal, “católicos” que practican la santería o la masonería, derechosos que, tratándose de Estados Unidos, tienen filia hacia el partido demócrata. Lo extraño es que es común.
Si las ideas con las que se rige un individuo, están sutentadas en una ética cambiante (no por el crecimiento cognitivo y evolutivo natural, sino por la adaptación conveniente a las circunstancias particulares de cada uno, y por el rechazo a desarrollarse en un ecosistema con circunstancias desfavorables), nunca se podrá delimitar el camino a seguir como sociedad, mucho menos determinar las formas de avanzar, y ni siquiera proyectar a dónde se quiere llegar.
“Es de sabios cambiar de opinión”, parece ser el dicho popular con el que se excusa la indefinición ideológica. En el pasado, la Iglesia controlaba monopólicamente las creencias y el conocimiento. En México, el PRI, por más que controló la educación, nunca pudo lograrlo, ya que ni siquiera pudo definir una identidad nacional. Ante la desmonopolización del saber y del creer, entonces corresponde a la familia en un principio, y más tarde, a cada persona, reforzar su cuadro moral, que a su vez, cimiente, con firmeza pero sin rigidez, la ideología con la que regirá su vida.