
Madre Corazón, es como la conocieron muchos desde su época en las adoratrices. A mí me tocó ya como Madre Maciel, con su hábito azul, y ya siendo misionera de la Eucaristía. Como una maestra respetada y estricta, que enseñaba con firmeza y disciplina, la conocieron miles de colimenses. Como mi tía Enriqueta, platicadora y cariñosa, la conocí yo.
Maestra de miles de niños. Maestra de apostolado: laicos, presbíteros o consagrados. Maestra de maestros. Literata entregada a la docencia. A mis 10 años, no sabía lo privilegiado que era de que la madre Maciel fuera quien me preparara para la comunión, pero a finales de mis 20’s, sí sabía que esas ocasionales lecciones bíblicas privadas eran un privilegio. Por eso disfruté cada una de ellas.
Era mi tía Enriqueta, hermana de mi abuela paterna, mi única familia en Colima más allá de la familia nuclear. No sólo eso, fue por quien mi familia llegó a aquí. Para muchos, es cotidiano vivir y convivir con sus abuelos, tíos y primos cualquier día de la semana, para mis hermanos y para mí, no. En Colima, estuvo siempre mi tía y nadie más.
Estará en desacuerdo mi familia, pero mi tía Enriqueta no era de Chavinda. Nacer en Michoacán sólo fue un hecho circunstancial en su vida. Ella fue más colimense que los que nacimos aquí. En Colima está su legado, su huella, las calles que caminó décadas.
De mi infancia, recuerdo visitarle con mis papás en el convento de Aldama, o el llegar a saludarla “de rápido” al pasar por ahí. Recuerdo sus regalos para mi hermana y para mí: jamoncillos de leche, garapiñados, dulces de tamarindo, etc. Todo preparado por las mismas madres. Recuerdo también, lo bonito que sentía de niño, cuando a lo lejos, y casi siempre desde el carro que manejaba mi mamá, la encontraba caminando, siempre muy erguida, por alguna de las calles del centro.

Fue ya en Casa Nazareth donde me hice más cercano a ella. En donde aprendí, platiqué, escuché. Recuerdo sus pláticas, muchas veces de familia que nunca he conocido, o de personas de aquí, que ella daba por hecho yo ubicaba. La realidad es que sería alguien muy popular si llegara a conocer el 10% de las personas que ella conoció y sobre todo, que la conocieron y respetaron.
Afortunado fui, que con toda mi ignorancia, tuve la oportunidad de enseñarle algunas cosas, de poder decir, como pocos, el haber sido su maestro, por mínimo que fuera, y de maravillarme, en cada explicación, con su capacidad de aprendizaje en sus avanzados 80´s y 90’s. ¿Cómo no sorprenderse de verle escribir en su laptop la preparación de sus círculos bíblicos? esos que daba los miércoles. Sorprendente verle enviar sus archivos de Word por correo electrónico, para después guardarlos en su USB, con la facilidad que lo haría cualquier persona muchas décadas más joven. Siempre recordaré cómo con más de 90 años, me enviaba audios de Whatsapp pidiéndome que fuera. Cómo aprendió a buscar la misa del día y la vida de diferentes santos en Youtube.
Recuerdo el día que me la robé unas horas, y sin avisarle previamente, la llevé a tomarnos unas fotos con un amigo. Las fotos que están en este post.
No le va a gustar a mi hermana ni a mi papá esto, pero sé que fui su sobrino consentido. Tal vez por eso, era mi tía Enriqueta la única persona que no quería decepcionar (a mis papás los he decepcionado tanto, que ya están acostumbrados), por eso nunca le mostré mis tatuajes, o le conté el hecho de vivir en pareja (dos veces) sin estar casado. Y cosas peores.
Los regalos de su parte nunca pararon: siempre hubo mangos para llevar a casa, o a veces los mismos regalos que a ella le daban. A veces un rosario o una Biblia (la Biblia que tengo en casa, justamente me la regaló ella hace unos 10 años). De mi parte, fueron pocos regalos, pero me quedo con el día que le regalé una lamparita de mesa y una lupa tipo regla. Recuerdo su alegría. Recuerdo cómo cargaba para todos lados su lupa, con la emoción de una niña con un juguete nuevo. Esa sonrisa tal vez sólo se la volví a ver cuando veía a Mateo, mi sobrino (hijo de mi hermana).
Desde hace muchos años, tuve un sentimiento de que cada despedida podía ser la última. Que el verla a lo lejos, en la entrada de la casa, despidiéndome mientras salía en el carro, podía ser la última vez.
Muchas veces, cuando una persona parte, quedan culpas y hubieras. Con mi tía no es así. No tengo un solo sentimiento de algo que me hubiera hecho falta. Así deberían ser todas las despedidas.
Me quedo con el esplendor de muchos recuerdos, como la emoción que le vi el día que, después de un año de pandemia, pude visitarle y saludarle a lo lejos. Me quedo con el último día que la vi sana (tres o cuatro semanas antes de su hospitalización) que me dejó ese inolvidable rato en que jugamos lotería, pero sobre todo, me quedo con su despedida, ya en los últimos días de su agonía, que sacando energía no sé de dónde, tomó mi mano y me dio un beso.
Descansa en paz, tía.
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